Hace ya un mes leí este texto que me enviaron y lo quería poner en el Blog. Hoy es el día. Espero que os gusté tanto como a mí. Se llama "Una sonrisa anónima" y está escrito o por lo menos publicado en redes sociales por Javier Marrodán Ciordia
Desde hace casi diez años hago todos los días el mismo recorrido para ir a trabajar: diez minutos andando, siempre por la misma ruta y casi siempre a la misma hora. He visto crecer a los escolares de Larraona, sé dónde bailan las baldosas de la acera, cuándo se percibe el sutil aroma de los tilos de Pío XII, a quién puedo encontrarme bajo la marquesina del autobús, a que horas se adensa el tráfico, qué día estalla el otoño en los arces de Fuente del Hierro. He caminado junto a varias promociones de universitarios, me he inquietado por alguno que parecía lloroso, me he preguntado quién le habría arrancado a otro aquella sonrisa luminosa a través de los auriculares, he recogido varios guantes, he esquivado a los mismos perros, he visto cómo se levantaba un museo de arte contemporáneo, he compartido cientos y puede que miles de conversaciones con Miguel Ángel, he comprobado cómo brilla el césped del campus en todas las estaciones y cómo los pinos mediterráneos que rodean el aparcamiento se recortan contra el cielo encendido del amanecer. He visto gente corriendo o que discutía, he escuchado artículos del Código Penal en días de examen, me he parado a hacer fotos en todos los rincones del calendario, he preferido no imaginar a qué obedecían algunas respuestas telefónicas, he rezado por muchas personas, he aprendido dónde se forman los peores charcos y dónde es posible ver una abubilla en algunos días afortunados.
Desde hace casi diez años hago todos los días el mismo recorrido para ir a trabajar: diez minutos andando, siempre por la misma ruta y casi siempre a la misma hora. He visto crecer a los escolares de Larraona, sé dónde bailan las baldosas de la acera, cuándo se percibe el sutil aroma de los tilos de Pío XII, a quién puedo encontrarme bajo la marquesina del autobús, a que horas se adensa el tráfico, qué día estalla el otoño en los arces de Fuente del Hierro. He caminado junto a varias promociones de universitarios, me he inquietado por alguno que parecía lloroso, me he preguntado quién le habría arrancado a otro aquella sonrisa luminosa a través de los auriculares, he recogido varios guantes, he esquivado a los mismos perros, he visto cómo se levantaba un museo de arte contemporáneo, he compartido cientos y puede que miles de conversaciones con Miguel Ángel, he comprobado cómo brilla el césped del campus en todas las estaciones y cómo los pinos mediterráneos que rodean el aparcamiento se recortan contra el cielo encendido del amanecer. He visto gente corriendo o que discutía, he escuchado artículos del Código Penal en días de examen, me he parado a hacer fotos en todos los rincones del calendario, he preferido no imaginar a qué obedecían algunas respuestas telefónicas, he rezado por muchas personas, he aprendido dónde se forman los peores charcos y dónde es posible ver una abubilla en algunos días afortunados.
Y desde hace diez años me he cruzado todos los días —o casi todos— a la misma persona: un hombre algo mayor que yo, sonriente, de gesto amable y paso regular, él en una dirección y yo en la otra. Supongo que los primeros meses apenas reparé en él. Pero hubo un momento en que me acostumbré a su presencia. Coincidíamos en el mismo tramo con una puntualidad kantiana. Si algún día lo descubría antes de lo previsto, era porque yo había salido de casa unos minutos más tarde.
Hubo un día en que nos saludamos con un leve gesto de la cabeza: ya había nacido en nosotros una mínima complicidad. Creo que a los dos nos hacía cierta gracia esa rutina tan precisa, los encuentros fugaces y clónicos, esa coincidencia diaria e indesmayable.
En otra ocasión, puede que a la vuelta de unas vacaciones, añadimos un saludo breve al gesto mecánico: “Hola”. Y desde entonces fuimos alternando el “Hola”, el “Buenos días” y el “Hasta luego”. Nunca avanzamos más allá de esas fórmulas sencillas que él siempre, siempre, acompañaba con una sonrisa. Era un destello que me alegraba el recorrido. Más de una vez sentí curiosidad por el destino de su itinerario, por su trabajo, por la geografía de su existencia, que yo intuía emparentada con algún país lejano por el color dorado de su piel y por los sombreros que le protegían del sol algunos mediodías inclementes del verano. Pero nunca fui más allá del saludo y la sonrisa, para qué arriesgar la magia de ese instante tan simple y tan gratificante.
Sin embargo, cuando hoy yo avanzaba con paso rápido y el cuerpo un poco encogido por el frío, le he visto venir desde lejos con un aire distinto, como novedoso. Al llegar a mi altura su sonrisa era un poco más ancha de lo habitual. Y de pronto se ha detenido.
—¿Te puedo decir algo? —me ha preguntado.
Nunca le había escuchado una frase tan larga.
—Claro —le he respondido.
Y como disculpándose, me ha explicado:
—Es que ya no nos vamos a cruzar más. Me jubilo dentro de dos semanas.
Me he quedado entre aturdido y emocionado. No sabía qué decirle.
Y quizá para consolarme, ha añadido:
—Bueno, una hija mía trabaja aquí al lado. Algunos días puede que venga con ella.
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