El 9 de octubre de 1967, en La Higuera (Bolivia), era abatido Ernesto Guevara, el revolucionario conocido por todos como el Che. Ahí empezó la leyenda y el mito.
Ahora que los cubanos y revolucionarios de todo el mundo se aprestan a conmemorar el 40º aniversario de su muerte, sus allegados recuerdan a un hombre sarcástico, complejo, tan exigente consigo mismo como con los demás, no a un icono bidimensional cuya imagen ha sido difundida en afiches y camisetas.
Alberto Granados, el amigo que viajó con él a través de América del Sur en una motocicleta en 1952, un viaje descrito en la película "Diarios de motocicleta" del 2004, dijo que el Che siempre hizo lo que dijo que pensaba hacer, y por eso su imagen perdura.
Algunos de quienes estuvieron bajo su mando recuerdan su insistencia en el acatamiento a la autoridad.
Tirso Sáenz, quien escribió un libro acerca de su trabajo como asesor de Guevara cuando era ministro de Industrias, dijo que el revolucionario exigía a todos, y también era muy exigente consigo mismo.
Sáenz dijo que Guevara se enfurecía cuando él y otros funcionarios del ministerio recibieron grandes trozos de carne durante un período de severa escasez de alimentos, y que en cierta ocasión ordenó que se la llevaran.
En 1977 la revista Paris Match entrevistó a Mario Terán quien relató del siguiente modo los últimos instantes del Che Guevara:
Dudé 40 minutos antes de ejecutar la orden. Me fui a ver al coronel Pérez con la esperanza de que la hubiera anulado. Pero el coronel se puso furioso. Así es que fui. Ése fue el peor momento de mi vida. Cuando llegué, el Che estaba sentado en un banco. Al verme dijo: «Usted ha venido a matarme». Yo me sentí cohibido y bajé la cabeza sin responder. Entonces me preguntó: «¿Qué han dicho los otros?». Le respondí que no habían dicho nada y él contestó: «¡Eran unos valientes!». Yo no me atreví a disparar. En ese momento vi al Che grande, muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentía que se echaba encima y cuando me miró fijamente, me dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido el Che podría quitarme el arma. «¡Póngase sereno —me dijo— y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!». Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che, con las piernas destrozadas, cayó al suelo, se contorsionó y empezó a regar muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga, que lo alcanzó en un brazo, en el hombro y en el corazón. Ya estaba muerto.
El Che es un icono de una idea, es cierto que mató a muchos hombres también, quizás estaba más cerca de la guerra que de la paz. pero para mi siempre fue coherente y por eso se ha onvertido en mito.
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